Nadie puede comprender la muerte hasta que le toca, y al que le toca, por más que nos gustaría, le es imposible contarlo.
Contarlo es tarea de los que nos quedamos aquí, sin poder concebir lo que ha pasado.
La muerte no se puede adivinar tampoco, podemos intuir una fecha de caducidad aproximada, no hay código de barras que asegure el porqué, ni el como, ni el cuando, ni el donde; las grandes preguntas.
Vivimos sin pensar en ella pero tarde o temprano nos abraza; un hola aquí estoy, prepárate; y, por mucho que nos hayamos planificado para la carrera, la puñetera nos alcanza.
Yo he dejado de razonarla; hace cinco años tuve que ir a recoger unos
efectos personales, le di vueltas y más vueltas, pero no llegué a ninguna conclusión. Mi padre me abrazó una mañana diciéndome adiós y, sin aviso ninguno, la muerte le devolvió el abrazo.
Nadie puede comprender el cáncer hasta que le toca, y sí, suele tener un tiempo para contarlo; la familia intenta aclararse, prepararse, aceptar que es mejor que la muerte lo abrace con el máximo cariño; pero cuando ese día llega todo se vuelve incomprensible.
Con preaviso o de sopetón la muerte es enrevesada, no hay manual. El cuaderno de viaje es lo que nos queda, lo que hemos hecho cuando estábamos vivos; la muerte es una firma al final de ese cuaderno, una rúbrica obligada y difícil de entender.
* Todo mi amor para
Daniel, que anoche perdió a su padre, después de cuatro años peleando, como un valiente, contra un cáncer.
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